jueves, 20 de mayo de 2010

Políticas para Bicicleta

Por Javier Garduño
@javgarred


Con tan sólo ver un mapa de la Ciudad nos podemos dar cuenta cuán inequitativo es nuestro espacio público. Pocos parques y muchas calles son la regla en nuestro entorno, cuando no todos tenemos la misma capacidad de acceso a los espacios que son de todos. El automóvil, con la promesa de transportarnos más rápido, se ha apropiado de las calles por las cuales nos movemos y circulamos. Usamos la energía que tanto trabajo le ha costado a la Tierra guardar en sus entrañas, para que unos pocos se muevan lento, utilizando el espacio común y, lo peor de todo, contaminado nuestros mares y atmósfera. Afortunadamente existe un medio de transporte que con la energía del cuerpo permite recorrer grandes distancias sin necesidad de cargar con una tonelada de acero: la bicicleta.

¿Cómo hacer para que otros tipos de movilidad recuperen el espacio público y permitan una mayor convivencia entre peatones, ciclistas y automovilistas? ¿Qué tipo de políticas públicas pueden promover un cambio sustancial en la forma en que nos movemos?

Estas preguntas se me presentaron tras una discusión con algunos ciclistas urbanos de la Ciudad sobre las ciclovías y las ciclopistas. El gobierno ha decidido implementar una política de promoción a las ciclovías, sin embargo, para quienes se mueven en bicicleta por la ciudad, esta medida limita la libertad de los ciclistas.

La razón es simple, todos deberíamos convivir en el mismo espacio y las bicicletas tienen el derecho de circular por todas las calles. Al hacer ciclovías, se restringe la totalidad del espacio de movilidad a quienes pueden transitar por él, pues se divide el uso de la calle para quienes son ciclistas o no. Además, las ciclovías generan un problema de falsa seguridad en los espacios que delimitan al hacerle creer al ciclista que los autos respetarán su espacio.

Las ciclopistas, por su parte, implican la creación de una infraestructura que no se basa en los espacios de movilidad existentes, a fin de que la bicicleta circule por ahí. Desafortunadamente, los pocos espacios disponibles para realizar este tipo de inversiones se han limitado a las viejas vías férreas que existen en la Ciudad, las cuales no corresponden a las rutas que los ciclistas usan para moverse por ella.

Si bien es cierta la necesidad de promover el uso de la bicicleta, es importante empezar por reconocer el derecho y las obligaciones que tienen los ciclistas para circular por las calles. Además, se requiere hacer conciencia entre los automovilistas para que vean en el ciclista un auto menos en circulación, lo cual al final del día los podría acercar a la promesa incumplida de circular más rápido.

Mientras los conductores de automóviles crean que las bicicletas son un estorbo y un riesgo potencial de daño a sus preciados bienes, no habrá manera de compartir la calle. Lo cual me recuerda la historia de un amigo que, tras recibir un golpe con la puerta de un auto pedaleando por la calle (terminó con tres puntadas en el cuello), tuvo que parar en el Ministerio Público por que el dueño de semejante máquina exigía la reparación del daño a su puerta.
Estoy seguro que podemos convivir y compartir el espacio público de esta Ciudad. Sólo es cuestión de tomar una bicicleta y dejar que el cuerpo nos lleve a donde queramos ir.

jueves, 11 de febrero de 2010

Crónica de Oriente

Por Javier Garduno

Viernes en la noche llegó el aviso: mejor no hacer planes para el fin de semana. Las cargas de trabajo fueron el motivo, aunque no quedaba claro el supuesto objetivo. Una llamada posterior confirmaba los temores, el deber de ir al Oriente de la Ciudad para colaborar en los trabajos de ayuda para los damnificados de la Colonia El Arenal. El punto de reunión: CONALEP Venustiano Carranza a las 8 de la mañana.

Temprano el sábado empezaba el recorrido en bicicleta hacia las tierras bajas y marginadas de la Ciudad. El cruce de Fray Servando y Tlalpan anunciaba la división entre Poniente y Oriente. A partir de ese momento una Ciudad poco conocida y amigable se extendía como una mancha gris hacia los volcanes.

Tras unos 5 kilómetros de errar por el Rio Churubusco me adentro por los parajes del Metro Pantitlán, cuyo olor tan característico hacen parecer a Tacubaya una estación de primer mundo. Mi nariz se acostumbra rápidamente a los olores de Oriente y en cuanto llego a la Colonia el Caracol parece como si la pestilencia se hubiera disipado.

Un par de consultas a unos policías me indican el camino hacia las zonas inundadas. Atravieso calles que se hacen llamar como un festín de mariscos: Pulpo, Camarón, Almeja, Jaiba, y Ostión; y por fin llego a la zona de abastecimiento en los linderos de la Segunda Sección de El Arenal. Miles de botellas de agua, comida, fruta, zapatos, cobijas y medicamentos esperan apilados la llegada de camiones con la altura suficiente para sortear las aguas negras acumuladas sobre el pavimento.

Aún sin saber la magnitud del desastre, varios compañeros y yo nos apuntamos para zarpar en un gran otrora contenedor de basura lleno de agua, cobijas y zapatos a la zona abnegada. Solo unas cuantas cuadras separaban la tragedia de la Cuarta Sección de El Arenal. Xochitepec, Xinantecatl, Xiutetelco, Xochiatipan, Xochicuatlán, Xaltocan, todas calles inundadas con sus habitantes expectantes en las azoteas a la espera de un milagro o al menos una pequeña ayuda. Se escuchan algunos gritos: ¿Tienen comida? – “No señora, agua, zapatos y cobijas. ¿Tienen niños? Traemos zapatos para niños”.

Una imagen atraviesa a lado de nuestro camión. Un padre llevando a su familia en lo que solía ser su refrigerador, como una lancha resguardándolos de las aguas negras. Al final, paramos en la calle Xochistlahuaca. Nuestro coordinador señala “Quienes traigan botas tienen que bajarse para realizar la entrega”. En ese momento pasan unas botas, me las calzo, y salto del camión a las aguas negras. Desafortunadamente, el nivel de las aguas es mayor a la altura de las botas, lo cual desanima a los demás compañeros del camión. Ni modo, uno solo tendrá que repartir en tierra/agua la ayuda.

Terminamos la repartición y regresamos al CONALEP. Detergente y desinfectante intentado terminar con el escozor que ocasiona el agua negra en el cuerpo. Me quedan 25 kilómetros de recorrido para poder tomar un baño y olvidar, temporalmente, El Arenal Cuarta Sección.

El Bordo de Xochiaca

Domingo por la noche nueva advertencia, llevar ropa cómoda el lunes al trabajo. Un anuncio de que el Oriente estaba más cerca de lo que parece. Ya en la oficina se designa a quienes deberán ir de nuevo al Arenal a continuar con las labores. Así empieza el segundo recorrido de dos ruedas hacia la zona afectada.

En el camino llega el aviso del cambio en el punto de reunión. Esta vez, al Modulo 1 en el Bordo de Xochiaca a lado de la Alameda Oriente. Rumbos desconocidos y rutas congestionadas me llevan al Estado de México. Las señales en las calles anuncian Netzahualcóyotl, Chimalhuacán, Avenida 7. De pronto me encuentro tan en el Oriente que creo haber perdido el rumbo. El paisaje es desolador y no puedo creer que aún me encuentre en la Ciudad que me ha visto crecer.

Sigo pedaleando y preguntando; la Alameda se encuentra a sólo 50 metros de mi, pero un cauce de agua negra se interpone en mi camino. Las ruedas de mi bicicleta se comienzan a hundir en el fango pestilente y tras breve tiempo logro cruzar el cauce y llegar al Bordo.

El agua ha cedido, pero las necesidades han crecido. Cubetas, Escobas, Cloro, Detergente, Jergas, y Recogedores son recibidos en el modulo, luego armamos paquetes y los entregamos a la gente para que puedan limpiar sus casas y lo poco que les haya dejado el agua. Empiezan las quejas de los colonos: “Dormimos en el suelo hace tres días” “Necesitamos catres y colchonetas para los niños” – “Artículos de limpieza señora, es todo lo que tenemos en este modulo”.

Se agotan los utensilios de limpieza y se agota la energía de la gente en el Bordo. El sol anuncia su partida. Mejor salir de aquí antes de quedar sin luz. Que bueno que el sol se despide desde el Poniente, sólo habrá que seguir su destello para regresar a casa. Cruzo Pantitlán y me siento menos tenso. El Oriente es más bravo cuando la luna comienza a mostrarse. Hasta mañana volcanes, hasta mañana El Arenal.

Martes en la mañana de nuevo en el Bordo. Por ser el primero en llegar me toca la responsabilidad del abasto y distribución de catres y colchonetas, para la gente del lugar los bienes más preciados tras haber perdido casi todo. Me lo puedo imaginar, lo único que quieren es una cama que los haga soñar y descansar. Llegan las camionetas y las cuadrillas para las entregas de los catres.

La gente se acerca y se anuncia que la ayuda es sólo para mayores de edad. En eso una niña se aproxima y me dice que requiere un catre paras su bebé. Le repito, los catres son sólo para mayores de edad. Pero la niña no sólo es niña, es también madre y su bebé duerme en el piso. “Dame tu dirección y espero que te podamos hacer llegar un catre”.

50 catres y 50 cobijas para la zona 2, 40 catres y 30 cobijas para la zona 9. Todo un día de organización. Todo un día de fatiga. El sol volvía a anunciar su partida y yo iba a irme con él. Quedaban todavía catres apilados y gente sin descanso. Lo que no había era energía, y quedaba un largo trayecto para pensar que el Oriente no es tan sólo otra parte de la Ciudad, sino otro mundo que un aviso de viernes por la noche me permitió conocer y encontrar.

lunes, 18 de enero de 2010

Crónicas sobre ruedas

Por Erik Monterrosas

Miércoles 9:30 pm. Ángel de la Independencia. Manos conocidas se estrechan, mar de lucecitas intermitentes, los ajustes de último minuto, desarmadores, cinta. Nuestras aceitadas estrellas reposan postradas ante el Ángel. Los nuevos observamos inquietos, una especie de logia en crecimiento acecha. La voz grave reclama “¿Quién viene por primera vez?”. Las indicaciones son parcas y a la vez contundentes. Empieza la pugna por la ruta. Una democracia a obscuras, como otras, donde los gritos cuentan más que los votos. “Sur”, las manos se levantan. “Oriente”, parece que esta no será tu noche, “Norte” claman los puños, algunos perfectamente cubiertos por guantes.

El recorrido comienza puntual, nadie sabe con exactitud a dónde vamos. A donde sea, manubrios, pedales. Un auto con torreta y bocina pretende escoltarnos, pero el guía lo pierde hábilmente a pocas cuadras, deja que se adelante, vuelta intempestiva en una cuadra escondida, nos vemos. En realidad quien ande sobre más de dos ruedas será inexorablemente descartado. El paso es constante, la palabra de boca en boca, como los engranes de las cadenas, el torque de las revoluciones. “zanja-zanja-zanja-zanja-t
ope-tope-tope-tope”. Pasa fugaz la indicación, más de una ponchada es evitada. La gente mira de frente, la confianza de poseer la ciudad indomable, los pasadizos inextricables. El Centro profundo hace aparición, un escuincle grita “chingue su madre quien ande en bici”, una sola mentada para docenas de culeros. A estas alturas de la noche. ¿Quién osa penetrar mi barrio bravo?

Regresamos a los amplios ejes, salvo por una vena secundaria, prácticamente los cerramos. Proclamamos con furia y denuedo, esta noche la ciudad es nuestra. Esta es la venganza. Un automovilista, una bestia nos revienta, o al menos lo intenta. Avanza el carro, unos centímetros que son ultraje cuando son dirigidos hacia uno de nosotros. Creen que el poder y la armadura los han hecho invencibles. Aflora el rencor sublimado contra cada puerta, cada claxon y embestida de los toros de cuatro ruedas. La jauría de bípedos rodea la lámina que alguna vez fue inexpugnable. Algunos no ocultamos nuestras cicatrices. Insultos, sangre caliente, un minuto que se prolonga tenso, los excluidos de día proclaman su nocturna potestad absoluta de las calles. Un tipo mínimo sujeta frustrado su volante, tiene mil revoluciones por minuto, mas es lata inerte. El negligente queda rezagado, presiento que aún no comprende lo que está pasando, se queda inmóvil mientras lo rebasamos raudos.

Nos adentramos por las colonias de oídas, aquellas que nunca antes pisamos. Observamos con el fervor del que descubre, las fábricas, talleres, iglesias, las canchas y tiendas, las cosas más comunes y nimias con ojos imaginativos. A la luz mortecina que las ilumina, parecen espacios novedosos. Lo son, como sólo lo pueden ser los lugares que cargan su propia historia y la develan súbitamente ante el forastero. Los oriundos miran con desconfianza pero sin miedo. En mi ciudad aprendimos a crecer en guetos, no por propia voluntad o fatua reticencia. Este hermoso monstruo es un continuum de abismos; de distancia física y de realidades.

Hace eco la advertencia, alguna señal de que nos adentramos en territorio extraño, los barrios celosos tienen sus propias trampas. Vidrios, clavos, baches, sólo algunas formas de hostilidad mal disimulada. La hermandad hace acto de presencia, si se rezaga uno, paran todos, nadie se retira hasta que puedan zurcir esta cámara. De inmediato sale la parafernalia de reparación, y cómo no, la carrilla que ataca la destreza. Labios sensibles para detectar un leve soplo de aire, lima, saliva y parche. Esperemos que esto baste. Reanudamos la marcha, se vislumbra la Basílica, sus fantasmas peregrinos. Es un poco tarde, la tripa y el estrago exigen una recompensa. Las taquerías, amantes del monstruo, desperdigadas e infinitas en su inconmensurable territorio. Reímos, comemos, discutimos, observamos con envidia los cuadros de fibra de carbono y admiramos. Tomamos a bocajarro, el regreso nos espera.

Entrada la madrugada, los dedos gélidos y el pedal a fondo. Las bicicletas destellan, exhaustas y felices se van desviando por sus senderos, aquellos que llevan a casa. Gritos de despedida, nadie se da la mano.